dilluns, d’agost 22, 2005

Hablando con la samaritana

Juan 4.21: "Créeme, mujer, que llega la hora en que ustedes adorarán al Padre sin tener que venir a este monte ni ir a Jerusalén".

Hermosas palabras dirigidas por Jesús, el Hijo de Dios, a la mujer samaritana. Largos fueron los días dedicados a ellas. Como bien había dictado en mi corazón, el Espíritu Santo; era mi deber profundizar en todas aquellas lecturas que de una forma u otra me tocasen. Sabía muy bien que antes de juzgar, yo debía saber, lo que ellas, las Palabras de Dios, me decían. Para en verdad saber; era necesario que las escuchase, las sintiese, las amase, las escudriñase... Tenía que dejar que el espíritu que las habita fluyese en mi corazón. Para ello, era primordial que las adaptara a mi tiempo, forma de ser y a mi testimonio real ante Dios. Solo así podría saber lo que en verdad Él quería que yo supiese de su propósito en mi. Propósito que Dios Padre había previsto para mi, desde el principio de los tiempos.

Después de meditarlas y a la espera que el Espíritu Santo me hiciese ver la verdad dictada en lo más profundo de mi ser. Finalmente llego la luz que tanto esperaba. Es una sensación extraña pero perfectamente comprensible. Es, digámoslo así, un sentimiento en el que ves que por encima de los pensamientos, de los conocimientos, de lo oído y visto; existe en ti, un dominio que te impide que cambies la verdad que, Él, te muestra. Aquello que Dios dicte en tu corazón, nada ni nadie podrá jamás borrarlo.

Por medio de la lectura de (Jn 4.1-42), el Espíritu Santo me mostró, en parte, el verdadero sentido por el cual, el Hijo de Dios, vino al mundo. Cuando Jesús me dijo: “…ya llega la hora en que ustedes adorarán al Padre sin tener que venir al monte ni ir a Jerusalén… (Jn. 4.21)”, en verdad, pude ver y comprender; que ya habían terminado los tiempos en que el mundo –su mundo– hubiese de acudir a ningún lugar por tal de adorarle. Había llegado la hora en que cada uno de nosotros –sus hijos– le adoraríamos de una forma personal. Jesús vino a los suyos para mostrarles el camino y la verdad que llevan al Padre.

Sin importancia que sea hombre o mujer, que pertenezca a una raza u otra… todos y cada uno de los que creen que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, tendrán vida en Él (Jn 20.31). Todos aquellos que en verdad lo crean, serán hijos de Dios. No porque la carne lo haya deseado, sino porque Dios mismo los engendró (Jn 1.13).

Desde el principio de los tiempos, Dios, como buen Padre, se ha dirigido personalmente a sus hijos. Pero como bien dicen las Escrituras: “...muchos son llamados, pero pocos escogidos (Mt 22.14). Tan solo aquellos hombres y mujeres que entreguen su vida por completo a Dios. Todos aquellos que en verdad hagan aquello que Él les dicta en su corazón. Todos y cada uno de los que desoyen cualquier mensaje que no sea por Él dictado en lo más profundo del ser… alcanzaran la gloria que Dios mismo les prometió. Porque Dios nos habla. Dios nos guía. Dios nos instruye… todos y cada uno de nuestros días. Tan solo debemos estar dispuestos a escucharle y si en verdad creemos y tenemos verdadera fe, lograremos entablar nuestra relación personal con Él, y mediante ella, sabremos cual es nuestro deber ante Él. Todos tenemos un deber ante Dios. Deber que solo Él puede mostrarnos a través del mismísimo Espíritu Santo que Jesucristo, en la muerte, nos dio. Dios siempre cumple sus promesas.

Para que Dios nos guíe, es necesario que nazcamos de nuevo. Es necesario que el Espíritu Santo renueve nuestra mente y que empecemos de nuevo, y esta vez, de forma humilde (totalmente quebrantado, te digo yo), para hallar la verdad que Él quiere mostrarnos a nosotros. Esta verdad solo nos será mostrada cuando verdaderamente nos rindamos a Dios por medio de su único Hijo, Jesucristo. Para en verdad entregarnos al Señor, necesariamente ha de ser con todo nuestro cuerpo, con toda nuestra mente... !con todo el ser!. El Padre tiene grandes cosas previstas para nosotros, pero primeramente deberemos hallar el reino de Dios… Lo demás vendrá por añadidura.

La conversación que mantuvo Jesús con la mujer samaritana, está llena de estos matices. En ella se ve claramente la verdadera intención que Cristo, nuestro Señor, nos quería hacer ver. Pero esta verdad de su mensaje no está en aquello que se lee a primera vista, sino en aquello que nos es revelado, por el Espíritu Santo, mediante la Palabra, y que está oculto en Ella. Solo el Espíritu de Dios nos puede mostrar, aquello que ha permanecido oculto desde el principio de los tiempos, y que Dios, y solo Él, por medio de su único Hijo, Jesucristo, mostrará al mundo a su debido tiempo. Tiempo que Dios ya tenía previsto desde antes de la creación.

Empecemos pues a ser verdaderos hijos de Dios, y para ello, nada mejor que empezar a leer, meditar y escudriñar, todos los días, un poco más su Palabra. Porque su Palabra es vida. Su Palabra está viva. Su Palabra nos dará la vida eterna prometida. !Pero cuidado! imperiosamente deberemos poner por obra, primeramente en nosotros mismos, aquello que nos muestre la Palabra, depués, y cuando Dios así lo disponga, lo pondremos por obra en el mundo -su mundo-.

Bendiciones de lo alto, hermano. !EL REINO DE DIOS SE HA ACERCADO!

Todo cuanto el Espíritu Santo hace en mi, así es, así te lo cuento.